LENGUA Y LITERATURA
2º AÑO
ACTIVIDAD 1
REALIZAR UNA LECTURA COMPRENSIVA:
1)La flor del Lirolay:
Este
era un rey ciego que tenía tres hijos. Una enfermedad desconocida le había
quitado la vista y ningún remedio de cuantos le aplicaron pudo curarlo.
Inútilmente habían sido consultados los sabios más famosos.
Un
día llego al palacio, dese un país remoto, un viejo mago conocedor de las
desventuras de soberano. Le observó, y dijo que sólo “la flor del lirolay”,
aplicad a sus ojos, obraría el milagro. La flor del lirolay se abría en tierras
muy lejanas y eran tantas y tales las dificultades del viaje y de la búsqueda
que resultaba casi imposible conseguirlas.
Los tres hijos del rey se
ofrecieron para realizar la hazaña. El padre prometió legar la corana del reino
al que conquistara la flor del lirolay. Los tres hermanos partieron juntos.
Llegaron a un lugar en el que se abrían tres caminos y se separaron, tomando
cada cual por el suyo. Se marcharon con el compromiso de reunirse allí mismo el
día en que se cumpliera un año, cualquiera fuese el resultado de la empresa.
Los
tres llegaron a las puertas de las tierras de la flor del lirolay, que daban
sobre rumbos distintos, y los tres s
sometieron, como correspondía, a normas idénticas. Fueron tantas y tan
terribles las pruebas exigidas, que ninguno de los hermanos mayores las
resistió, y regresaron sin haber conseguido la flor.
El
menor, que era mucho más valeroso que ellos, y amaba entrañablemente a su
padre, mediante continuos sacrificios y con grande riesgo de la ida, consiguió
apoderarse de la flor extraordinaria, casi al término del año estipulado.
El
día de la cita, los tres hermanos se reunieron en la encrucijada de los tres caminos.
Cuando
los hermanos mayores vieron llegar al menor con la flor del lirolay, se
sintieron humillados. La conquista no sólo daría al joven fama de héroe, sino
que también le aseguraría la corona. La envidia les mordió el corazón y se
pusieron de acuerdo para quitarlo de en medio.
Poco
antes de llegar al palacio, se apartaron del camino y cavaron un pozo profundo.
Allí arrojaron al hermano menor, después de quitarle la flor milagrosa, y lo
cubrieron con tierra. Llegaron los impostores alardeando de su proeza ante el
padre ciego, quién recuperó la vista así que se pasó por los ojos la flor del
lirolay. Pero, su alegría se transformó en nueva pena al saber que su hijo había
muerto por su causa con aquella aventura.
De
la cabellera del príncipe enterrado brotó un lozano cañaveral. Al pasar por
allí un pastor con su rebaño, le pareció espléndida ocasión para hacerse una
flauta y cortó una caña.
Cuando
el pastor probó modular en el flamante instrumento un aire de la tierra la
flauta dijo estas palabras;
No
me toques, pastorcito,
ni
me dejes tocar;
mis
hermanos me mataron
por
la flor del lirolay.
La
fama de la flauta mágica llegó a oídos de Rey que la quiso probar por si mismo;
sopló en la flauta, y oyó estas palabras:
No
me toques, padre mío,
ni
me dejes tocar;
mis
hermanos me mataron
por
la flor del lirolay.
Mandó
entonces a sus hijos que tocaran la flauta, y esta vez el canto fue así:
No
me toquen, hermanitos,
ni
me dejes tocar;
porque
ustedes me mataron
por
la flor del lirolay.
Llevado
el pastor al lugar donde había cortado la caña de su flauta, mostró el lazo
cañaveral. Cavaron al pie y el príncipe vivo aún, salió desprendiéndose de las
raíces.
Descubierta
toda la verdad, el Rey condenó a muerte a sus hijos mayores.
El
joven príncipe, no sólo los perdonó sino que, con sus ruegos, consiguió que el
Rey también los perdonara.
El
conquistador de la flor del lirolay fue rey, y su familia y su reino vivieron
largos años de paz y abundancia.
A
partir de la lectura, responde las siguientes consignas:
1)
¿Qué recompensa promete el padre para el hijo que encuentre la flor que cure su
enfermedad?
2)
El texto que leíste es:
a)
una fábula.
b)
una noticia.
c)
un cuento.
d)
un artículo.
3)
La organización de este texto responde a la trama:
a)
descriptiva.
b)
narrativa.
c)
conversacional.
d)
expositiva.
2)
Responde en el siguiente texto: punto
seguido, coma, dos puntos y comillas:
|
Conteniendo
como puedo la masa de comida alojada en mi boca me dispongo a hablar
pero tía
Berta se anticipa y me dice no hables con la boca llena.
Presuroso
intento tragar lo más rápido posible pero la tía no pierde ocasión de
instruirme
me dice severa no hay que masticar rápido sino bien.
Escondiendo
a un lado de la boca la comida aún no tragada voy a hablarle pero ella lo
advierte y vuelve a reprenderme no hables con la boca llena.
Ya
está. Mi boca se encuentra vacía nada me impide dirigirle la palabra pero tía a
quien
nunca le faltan argumentos me indica respira bien antes de hablar, si no,
tu cuerpo se llenará
de gases.
Siguiendo
sus instrucciones cierro la boca y aspiro por la nariz ahora puedes hablar
me
dice tía Berta cuya vestimenta oscura se recorta contra el fondo luminoso de la
ventana.
Pero
es tarde porque un león que escapó esta mañana del zoológico la devora con
fricción
emitiendo cada tanto algún rugido sin preocuparse por las reglas de
comportamiento
en la mesa ni por los beneficios de respirar correctamente.
HORACIO QUIROGA
LA GUERRA DE LOS YACARES
LA GUERRA DE
LOS YACARES – Horacio Quiroga (1878 – 1937)
Texto de
dominio público.
Digitalización : Buenos Aires Literaria
Edición en Word
97: El
Trauko
Versión 1.0
Texto digital #
75
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Chile – Mayo
2001
LA GUERRA DE LOS YACARES
Horacio Quiroga
En un río muy
grande, en un país desierto donde nunca había estado el hombre, vivían muchos
yacarés. Eran más de cien o más de mil. Comían pescados, bichos que iban a
tomar agua al río, pero sobre todo pescados. Dormían la siesta en la arena de
la orilla, y a veces jugaban sobre el agua cuando había noches de luna.
Todos vivían
muy tranquilos y contentos. Pero una tarde, mientras dormían la siesta, un
yacaré se despertó de golpe y levantó la cabeza porque creía haber sentido
ruido. Prestó oídos y lejos, muy lejos, oyó efectivamente un ruido sordo y
profundo. Entonces llamó al yacaré que dormía a su lado.
—¡Despiértate!
—le dijo—. Hay peligro.
—¿Qué cosa?
—respondió el otro, alarmado.
—No sé —contestó
el yacaré que se había despertado primero—. Siento un ruido desconocido.
El segundo
yacaré oyó el ruido a su vez, y en un momento despertaron a los otros. Todos se
asustaron y corrían de un lado para otro con la cola levantada.
Y no era para
menos su inquietud, porque el ruido crecía, crecía. Pronto vieron como una
nubecita de humo a lo lejos, y oyeron un ruido de chas-chas en el río como si
golpearan el agua muy lejos.
Los yacarés se
miraban unos a otros: ¿qué podía ser aquello?
Pero un yacaré
viejo y sabio, el más sabio y viejo de todos, un viejo yacaré a quien no
quedaban sino dos dientes sanos en los costados de la boca, y que había hecho
una vez un viaje hasta el mar, dijo de repente:
—¡Yo sé lo que
es! ¡Es una ballena! ¡Son grandes y echan agua blanca por la nariz! El agua cae
para atrás.
Al oír esto,
los yacarés chiquitos comenzaron a gritar como locos de miedo, zambullendo la
cabeza. Y gritaban:
—¡Es una
ballena! ¡Ahí viene la ballena!
Pero el viejo
yacaré sacudió de la cola al yacarecito que tenía más cerca.
—¡No tengan
miedo! —les gritó—. ¡Yo sé lo que es la ballena! ¡Ella tiene miedo de nosotros!
¡Siempre tiene miedo!
Con lo cual los
yacarés chicos se tranquilizaron. Pero en seguida volvieron a asustarse, porque
el humo gris se cambió de repente en humo negro, y todos sintieron bien fuerte
ahora el chas-chas-chas en el agua. Los yacarés, espantados, se hundieron en el
río, dejando solamente fuera los ojos y la punta de la nariz. Y así vieron
pasar delante de ellos aquella cosa inmensa, llena de humo y golpeando el agua,
que era un vapor de ruedas que navegaba por primera vez por aquel río.
El vapor pasó,
se alejó y desapareció. Los yacarés entonces fueron saliendo del agua, muy
enojados con el viejo yacaré, porque los había engañado, diciéndoles que eso
era una ballena.
—¡Eso no es una
ballena! —le gritaron en las orejas, porque era un poco sordo—. ¿Qué es eso que
pasó?
El viejo yacaré
les explicó entonces que era un vapor, lleno de fuego, y que los yacarés se
iban a morir todos si el buque seguía pasando.
Pero los
yacarés se echaron a reír, porque creyeron que el viejo se había vuelto loco.
¿Por qué se iban a morir ellos si el vapor seguía pasando? Estaba bien loco, el
pobre yacaré viejo!
Y como tenían
hambre se pusieron a buscar pescados.
Pero no había
ni un pescado. No encontraron un solo pescado. Todos se habían ido, asustados por
el ruido del vapor. No había más pescados.
—¿No les decía
yo? —dijo entonces el viejo yacaré—. Ya no tenemos nada que comer. Todos los
pescados se han ido. Esperemos hasta mañana. Puede ser que el vapor no vuelva
más, y los pescados volverán cuando no tengan más miedo.
Pero al día
siguiente sintieron de nuevo el ruido en el agua, y vieron pasar de nuevo al
vapor, haciendo mucho ruido y largando tanto humo que oscurecía el cielo.
—Bueno —dijeron
entonces los yacarés—; el buque pasó ayer, pasó hoy, y pasará mañana. Ya no
habrá más pescados ni bichos que vengan a tomar agua, y nos moriremos de
hambre. Hagamos entonces un dique.
—¡Sí, un dique!
¡Un dique! —gritaron todos, nadando a toda fuerza hacia la orilla—. ¡Hagamos un
dique!
En seguida se
pusieron a hacer el dique. Fueron todos al bosque y echaron abajo más de diez
mil árboles, sobre todo lapachos y quebrachos, porque tienen la madera muy
dura... Los cortaron con la especie de serrucho que los yacarés tienen encima
de la cola; los empujaron hasta el agua, y los clavaron a todo lo ancho del
río, a un metro uno del otro. Ningún buque podía pasar por allí, ni grande ni
chico. Estaban seguros de que nadie vendría a espantar los pescados. Y como
estaban muy cansados, se acostaron a dormir en la playa.
Al otro día
dormían todavía cuando oyeron el chas-chas-chas del vapor. Todos oyeron, pero
ninguno se levantó ni abrió los ojos siquiera. ¿Qué les importaba el buque?
Podía hacer todo el ruido que quisiera, por allí no iba a pasar.
En efecto: el
vapor estaba muy lejos todavía cuando se detuvo. Los hombres que iban adentro
miraron con anteojos aquella cosa atravesada en el río y mandaron un bote a ver
qué era aquello que les impedía pasar. Entonces los yacarés se levantaron y
fueron al dique, y miraron por entre los palos, riéndose del chasco que se
había llevado el vapor.
El bote se
acercó, vio el formidable dique que habían levantado los yacarés y se volvió al
vapor. Pero después volvió otra vez al dique, y los hombres del bote
gritaron:
—¡Eh,
yacarés!
—¡Qué hay!
—respondieron los yacarés, sacando la cabeza por entre los troncos del
dique.
—¡Nos esta
estorbando eso! —continuaron los hombres.
—¡Ya lo
sabemos!
—¡No podemos
pasar!
—¡Es lo que
queremos!
—¡Saquen el
dique!
—¡No lo
sacamos!
Los hombres del
bote hablaron un rato en voz baja entre ellos y gritaron después:
—¡Yacarés!
—¿Qué
hay?—contestaron ellos.
—¿No lo
sacan?
—¡No!
—¡Hasta mañana,
entonces!
—¡Hasta cuando
quieran!
Y el bote
volvió al vapor, mientras los yacarés, locos de contentos, daban tremendos
colazos en el agua. Ningún vapor iba a pasar por allí y siempre, siempre,
habría pescados.
Pero al día
siguiente volvió el vapor, y cuando los yacarés miraron el buque, quedaron
mudos de asombro: ya no era el mismo buque. Era otro, un buque de color ratón,
mucho más grande que el otro. ¿Qué nuevo vapor era ése? ¿Ese también quería
pasar? No iba a pasar, no. ¡Ni ése, ni otro, ni ningún otro!
—¡No, no va a
pasar! —gritaron los yacarés, lanzándose al dique, cada cual a su puesto entre
los troncos.
El nuevo buque,
como el otro, se detuvo lejos, y también como el otro bajó un bote que se
acercó al dique.
Dentro venían un
oficial y ocho marineros. El oficial gritó:
—¡Eh,
yacarés!
—¡Qué hay!
—respondieron éstos.
—¿No sacan el
dique?
—No.
—¿No?
—¡No!
—Está bien —dijo
el oficial—. Entonces lo vamos a echar a pique a cañonazos.
—¡Echen!
—contestaron los yacarés.
Y el bote
regresó al buque.
Ahora bien, ese
buque de color ratón era un buque de guerra, un acorazado, con terribles
cañones. El viejo yacaré sabio, que había ido una vez hasta el mar, se acordó
de repente y apenas tuvo tiempo de gritar a los otros yacarés:
—¡Escóndanse
bajo el agua! ¡Ligero! ¡Es un buque de guerra! ¡Cuidado! ¡Escóndanse!
Los yacarés
desaparecieron en un instante bajo el agua y nadaron hacia la orilla, donde
quedaron hundidos, con la nariz y los ojos únicamente fuera del agua. En ese
mismo momento, del buque salió una gran nube blanca de humo, sonó un terrible
estampido, y una enorme bala de cañón cayó en pleno dique, justo en el medio.
Dos o tres troncos volaron hechos pedazos, y en seguida cayó otra bala, y otra
y otra más, y cada una hacía saltar por el aire en astillas un pedazo de dique,
hasta que no quedó nada del dique. Ni un tronco, ni una astilla, ni una
cáscara. Todo había sido deshecho a cañonazos por el acorazado. Y los yacarés,
hundidos en el agua, con los ojos y la nariz solamente afuera, vieron pasar el
buque de guerra, silbando a toda fuerza.
Entonces los
yacarés salieron del agua y dijeron:
—Hagamos otro
dique mucho más grande que el otro.
Y en esa misma
tarde y esa noche misma hicieron otro dique, con troncos inmensos. Después se
acostaron a dormir, cansadísimos, y estaban durmiendo todavía al día siguiente
cuando el buque de guerra llegó otra vez, y el bote se acercó al dique.
—¡Eh, yacarés!
—gritó el oficial.
—¡Qué hay!
—respondieron los yacarés.
—¡Saquen ese
otro dique!
—¡No lo sacamos!
—¡Lo vamos a
deshacer a cañonazos como al otro!
—¡Deshagan... si
pueden!
—¡Y hablaban
así con orgullo porque estaban seguros de que su nuevo dique no podría ser
deshecho ni por todos los cañones del mundo.
Pero un rato
después el buque volvió a llenarse de humo, y con un horrible estampido la bala
reventó en el medio del dique, porque esta vez habían tirado con granada. La
granada reventó contra los troncos, hizo saltar, despedazó, redujo a astillas
las enormes vigas. La segunda reventó al lado de la primera y otro pedazo de
dique voló por el aire. Y así fueron deshaciendo el dique. Y no quedó nada del
dique; nada, nada. El buque de guerra pasó entonces delante de los yacarés, y
los hombres les hacían burlas tapándose la boca.
—Bueno —dijeron
entonces los yacarés, saliendo del agua—. Vamos a morir todos, porque el buque
va a pasar siempre y los pescados no volverán.
Y estaban
tristes, porque los yacarés chiquitos se quejaban de hambre.
El viejo yacaré
dijo entonces:
—Todavía
tenemos una esperanza de salvarnos. Vamos a ver al Surubí. Yo hice el viaje con
él cuando fui hasta el mar, y tiene un torpedo. Él vio un combate entre dos
buques de guerra, y trajo hasta aquí un torpedo que no reventó. Vamos a
pedírselo, y aunque está muy enojado con nosotros los yacarés, tiene buen
corazón y no querrá que muramos todos.
El hecho es que
antes, muchos años antes, los yacarés se habían comido a un sobrinito del
Surubí, y éste no había querido tener más relaciones con los yacarés. Pero a
pesar de todo fueron corriendo a ver al Surubí, que vivía en una gruta
grandísima en la orilla del río Paraná, y que dormía siempre al lado de su
torpedo. Hay surubíes que tienen hasta dos metros de largo y el dueño del
torpedo era uno de éstos.
—¡Eh, Surubí!
—gritaron todos los yacarés desde la entrada de la gruta, sin atreverse a
entrar por aquel asunto del sobrinito.
—¿Quién me
llama? —contestó el Surubí.
—¡Somos
nosotros, los yacarés!
—¡No tengo ni
quiero tener relación con ustedes —respondió el Surubí, de mal humor.
Entonces el
viejo yacaré se adelantó un poco en la gruta y dijo:
—¡Soy yo,
Surubí! ¡Soy tu amigo el yacaré que hizo contigo el viaje hasta el mar!
Al oír esa voz
conocida, el Surubí salió de la gruta.
—¡Ah, no te
había conocido! —le dijo cariñosamente a su viejo amigo—. ¿Qué quieres?
—Venimos a
pedirte el torpedo. Hay un buque de guerra que pasa por nuestro río y espanta a
los pescados. Es un buque de guerra, un acorazado. Hicimos un dique, y lo echó a
pique. Hicimos otro y lo echó también a pique. Los pescados se han ido, y nos
moriremos de hambre. Danos el torpedo, y lo echaremos a pique a él.
El Surubí, al
oír esto, pensó un largo rato, y después dijo:
—Está bien; les
prestaré el torpedo, aunque me acuerdo siempre de lo que hicieron con el hijo
de mi hermano. ¿Quién sabe hacer reventar el torpedo?
Ninguno sabía, y
todos callaron.
—Está bien —dijo
el Surubí, con orgullo—, yo lo haré reventar. Yo sé hacer eso.
Organizaron
entonces el viaje. Los yacarés se ataron todos unos con otros; de la cola de
uno al cuello del otro; de la cola de éste al cuello de aquél, formando así una
larga cadena de yacarés que tenía más de una cuadra. El inmenso Surubí empujó
al torpedo hacia la corriente y se colocó bajo él, sosteniéndolo sobre el lomo
para que flotara. Y como las lianas con que estaban atados los yacarés uno
detrás de otro se habían concluido, el Surubí se prendió con los dientes de la
cola del último yacaré, y así emprendieron la marcha. El Surubí sostenía el
torpedo, y los yacarés tiraban corriendo por la costa.
Subían, bajaban, saltaban por sobre las
piedras, corriendo siempre y arrastrando al torpedo, que levantaba olas como un
buque por la velocidad de la corrida. Pero a la mañana siguiente, bien
temprano, llegaban al lugar donde habían construido su último dique, y
comenzaron en seguida otro, pero mucho más fuerte que los anteriores, porque
por consejo del Surubí colocaron los troncos bien juntos, uno al lado del otro.
Era un dique realmente formidable.
Hacía apenas
una hora que acababan de colocar el último tronco del dique, cuando el buque de
guerra apareció otra vez, y el bote con el oficial y ocho marineros se acercó
de nuevo al dique. Los yacarés se treparon entonces por los troncos y asomaron
la cabeza del otro lado.
—¡Eh,
yacarés!—gritó el oficial.
—¡Qué hay!
—respondieron los yacarés.
—¿Otra vez el dique? —¡Sí,
otra vez!
—¡Saquen ese
dique!
—¡Nunca!
—¿No lo
sacan?
—¡No!
—¡Bueno,
entonces, oigan —dijo el oficial—: Vamos a deshacer este dique, y para que no
quieran hacer otro los vamos a deshacer después a ustedes, a cañonazos. No va a
quedar ni uno solo vivo —ni grandes, ni chicos, ni gordos, ni flacos ni
jóvenes, ni viejos, como ese viejísimo yacaré que veo allí, y que no tiene sino
dos dientes en los costados de la boca.
El viejo y sabio
yacaré, al ver que el oficial hablaba de él y se burlaba, le dijo:
—Es cierto que
no me quedan sino pocos dientes, y algunos rotos. ¿Pero usted sabe qué van a
comer mañana estos dientes? —añadió, abriendo su inmensa boca.
—¿Qué van a
comer, a ver? —respondieron los marineros.
—A ese
oficialito —dijo el yacaré y se bajó rápidamente de su tronco.
Entretanto, el
Surubí había colocado su torpedo bien en medio del dique, ordenando a cuatro
yacarés que lo agarraran con cuidado y lo hundieran en el agua hasta que él les
avisara. Así lo hicieron. En seguida, los demás yacarés se hundieron a su vez
cerca de la orilla, dejando únicamente la nariz y los ojos fuera del agua. El
Surubí se hundió al lado de su torpedo.
De repente el
buque de guerra se llenó de humo y lanzó el primer cañonazo contra el dique. La
granada reventó justo en el centro del dique, e hizo volar en mil pedazos diez
o doce troncos.
Pero el Surubí
estaba alerta y apenas quedó abierto el agujero en el dique, gritó a los
yacarés que estaban bajo el agua sujetando el torpedo:
—¡Suelten el
torpedo, ligero, suelten!
Los yacarés
soltaron, y el torpedo vino a flor de agua.
En menos del
tiempo que se necesita para contarlo, el Surubí colocó el torpedo bien en el
centro del boquete abierto, apuntando con un solo ojo, y poniendo en movimiento
el mecanismo del torpedo, lo lanzó contra el buque.
¡Ya era tiempo!
En ese instante el acorazado lanzaba su segundo cañonazo y la granada iba a
reventar entre los palos, haciendo saltar en astillas otro pedazo del
dique.
Pero el torpedo
llegaba ya al buque, y los hombre que estaban en él lo vieron: es decir, vieron
el remolino que hace en el agua un torpedo. Dieron todos un gran grito de miedo
y quisieron mover el acorazado para que el torpedo no lo tocara.
Pero era tarde;
el torpedo llegó, chocó con el inmenso buque bien en el centro, y reventó.
No es posible
darse cuenta del terrible ruido con que reventó el torpedo. Reventó, y partió
el buque en quince mil pedazos; lanzó por el aire, a cuadras y cuadras de
distancia, chimeneas, máquinas, cañones, lanchas, todo.
Los yacarés
dieron un grito de triunfo y corrieron como locos al dique. Desde allí vieron
pasar por el agujero abierto por la granada a los hombres muertos, heridos y
algunos vivos que la corriente del río arrastraba.
Se treparon
amontonados en los dos troncos que quedaban a ambos lados del boquete y cuando
los hombres pasaban por allí, se burlaban tapándose la boca con las patas.
No quisieron
comer a ningún hombre, aunque bien lo merecían. Sólo cuando pasó uno que tenía
galones de oro en el traje y que estaba vivo, el viejo yacaré se lanzó de un
salto al agua, y ¡tac! en dos golpes de boca se lo comió.
—¿Quién es
ése?—preguntó un yacarecito ignorante.
—Es el oficial
—le respondió el Surubí—. Mi viejo amigo le había prometido que lo iba a comer,
y se lo ha comido.
Los yacarés
sacaron el resto del dique, que para nada servía ya, puesto que ningún buque
volvería a pasar por allí. El Surubí, que se había enamorado del cinturón y los
cordones del oficial, pidió que se los regalaran, y tuvo que sacárselos de
entre los dientes al viejo yacaré, pues habían quedado enredados allí. El Surubí
se puso el cinturón, abrochándolo por bajo las aletas, y del extremo de sus
grandes bigotes prendió los cordones de la espada. Como la piel del Surubí es
muy bonita, y las manchas oscuras que tiene se parecen a las de una víbora, el
Surubí nadó una hora pasando y repasando ante los yacarés, que lo admiraban con
la boca abierta.
Los yacarés lo
acompañaron luego hasta su gruta, y le dieron las gracias infinidad de veces.
Volvieron después a su paraje. Los pescados volvieron también, los yacarés
vivieron y viven todavía muy felices, porque se han acostumbrado al fin a ver
pasar vapores y buques que llevan naranjas.
Pero no quieren saber nada de buques de guerra.
F I N